Al
comienzo no tienes miedo. Ves a tus amigos alrededor, expectantes y nerviosos,
pero felices, con ganas de hacerlo, igual que tú, y no puedes evitar sentirte
felizmente acompañado. De repente, te sujetan con un cinturón de seguridad: es
lógico, frente a estos casos hay que ser precavido, no debes dejarte llevar por
la emoción. Comienzas a subir, a elevarte, pero no uno ni dos metros, muchos
más, bastantes, demasiados para los que quisieras sentir en realidad, la
felicidad sigue ahí pero mucho más débil que al comienzo, el vértigo comienza a
irrumpir porque, a estas alturas, es posible ver una panorámica bastante
interesante de la ciudad, una vista que te transporta automáticamente a la
azotea de cualquier edificio alto, y puede que exagere (¡NO PUEDE SER TAN
ALTO!) pero ni tanto, porque recordemos que se trata de una simple silla y de
tus pies incapaces de alcanzar el suelo firme y seguro. Se inserta el miedo
abruptamente y optas por cerrar los ojos, es mejor no ver, no quieres observar
la realidad que estás viviendo y por eso prefieres cerrar tus ojos, en un
intento desesperado por huir, pero es inútil: el resto de tus sentidos está
expectante y no te abandonan, al contrario, intensifican su trabajo al
percatarse de que existe uno de ellos que no está cooperando. Los latidos del
corazón comienzan tenues, pero se intensifican de forma veloz, prácticamente
explotan, y ya no sabes si lo que sientes te gusta o no, lo disfrutas, lo vives
al máximo, ya estas ahí y eso es inevitable, pero eres incapaz de describir el
mix de sentimientos que te embargan: alegría, euforia, miedo, nervios,
arrepentimiento, ganas de seguir… todo vale en esos pocos instantes que dura la
felicidad y la incertidumbre. Cuando ya comenzabas a acostumbrarte a ese
estado, cuando los sentimientos negativos parecían erradicarse por completo,
cuando te sentías literalmente en la cima y feliz de haber llegado hasta allá,
cuando todo merecía estar bien… de pronto, un sonido… tssss!!! Es una
advertencia, lo sabes, intentas reaccionar, pero no te da tiempo… CAES, rápida
y abruptamente, a mil por hora, con miedo, no alcanzas a entender lo que te
pasa, sólo sabes que caes a una velocidad abismante y que sentirte así es una
de las cosas más horribles que has experimentado en la vida, sientes que vas a
morir, pero…de pronto viene la calma… todo se detuvo, lograste frenar, aún sientes
miedo pero de todas formas abres los ojos… la caída fue terrible pero tú sigues
vivo y debes continuar. Afortunadamente la soledad no logra embargarte del
todo, porque apenas te sacan el cinturón aparecen tus amigos: esos que siempre
estuvieron ahí, contigo, pero que olvidaste por completo durante el camino
porque te dejaste llevar por la emoción. Puedes respirar más tranquilo porque
sabes que ya pasó, pero la experiencia fue tan intensa que no puedes olvidarla,
aunque te esfuerces, no lo logras porque quieres entender qué pasó, y no
puedes, y sientes rabia, pena, y te arrepientes de todo y prometes que nunca
más va a suceder. Pero es inevitable. Tarde o temprano te enfrentarás de nuevo
a ese juego: está ahí, imponente, magnífico, te atrae, pero recuerdas que la
última experiencia te marcó profundamente y caes en la duda… fue terrible, pero
también lograste sentirte feliz. ¿Qué hacer entonces? Agradece que aún tienes
los pies sobre la tierra para poder pensar con calma cómo vas a reaccionar
frente a tal situación. ¿Arriesgar o no arriesgar? Esa es precisamente la
cuestión.
(No encontré mejor analogía para el amor que “la caída extrema”... ¿Qué dice el público?).
(No encontré mejor analogía para el amor que “la caída extrema”... ¿Qué dice el público?).
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