“Tocaba el piano. Siempre sentado un poco
fuera del taburete, y con dos manos que eran mariposas. Ligerísimas. Había
empezado en los burdeles de Nueva Orleáns, y allí había aprendido a rozar las
teclas y a acariciar notas: en el piso de arriba hacían el amor y no querían
jaleo. Querían una música que se deslizara por detrás de las cortinas y por
debajo de las camas sin molestar. Él tocaba esa clase de música. Y en eso,
verdaderamente, era el mejor”.
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